Por Mauricio Fuentelsaz Oviedo

Bolivia despierta nuevamente bajo la sombra de la persecución política. La detención del abogado Jorge Valda, un incansable defensor de los derechos humanos, acusado de estar vinculado al supuesto «golpe de Estado» del general Zúñiga, es solo la punta del iceberg. En la lista de señalados también figuran Jaime Dunn, quien recientemente anunció su candidatura presidencial, y los analistas Gonzalo Chávez y Joshua Bellott, conocidos por sus críticas al desastroso manejo económico del MAS. Otros disidentes completan este grupo, todos bajo el mismo manto de acusaciones sustentadas en un documental presentado por el Ministro de Gobierno, titulado 26J, que más parece un guión prefabricado que un ejercicio de justicia.
Desde su llegada al poder, el MAS ha tejido una red de leyes, decretos y resoluciones diseñadas no para gobernar, sino para controlar. Lo que hace pensar que la estrategia era acumular herramientas legales tan diversas que, llegado el momento, alguna encajaría perfectamente para silenciar a cualquier adversario.
Hoy, con las elecciones de agosto de 2025 a la vista, el oficialismo parece haber desatado una cacería implacable, consciente de que sus posibilidades de victoria son frágiles frente a una oposición que, aunque desunida, representa una amenaza. No es la primera vez que asistimos a este espectáculo. Recordemos el caso del Hotel Las Américas en 2009, que dejó un saldo de presos políticos y marcó un golpe contra líderes influyentes de Santa Cruz. Más tarde, el caso del «golpe de Estado» contra Jeanine Áñez sirvió para descabezar otra facción de la oposición y enviar un mensaje claro a los movimientos cívicos: cuestionar al poder, incluso frente a un fraude electoral como el de 2019, tiene un costo. Ahora, el supuesto «golpe» del general Zúñiga —un episodio que más parecía una parodia que una amenaza real— se convierte en la excusa perfecta para abrir un nuevo capítulo de persecución. No importa la credibilidad de las acusaciones; lo que importa es el objetivo: eliminar rivales, intimidar a disidentes y distraer a la población de una crisis económica que asfixia a las familias bolivianas. Esta estrategia no es nueva ni original. Regímenes como el de Stalin, con su NKVD (Policía política y secreta) que desaparecía opositores en la noche; el de Hitler, con la Gestapo que aplastaba cualquier atisbo de resistencia; o el de Castro, con sus comités de defensa que vigilaban y delataban a los «contrarrevolucionarios», han demostrado cómo el poder se perpetúa a través del miedo. En nuestra región, los ecos de Cuba y Venezuela resuenan con claridad: detenciones arbitrarias, exilios forzados y un sistema judicial convertido en brazo ejecutor del gobierno. ¿Alguien pensó que el MAS, ante la posibilidad de perder el control, se quedaría de brazos cruzados? Lo dije varias veces, «el diablo nunca duerme».
Mientras tanto, el país sigue atrapado en un círculo vicioso. El padrón electoral permanece sin auditoría, el Tribunal Supremo Electoral opera bajo sospecha, y las fuerzas de seguridad parecen leales solo al gobierno, no al pueblo. Los bolivianos, distraídos por titulares de persecución y nuevas detenciones, apenas tienen tiempo de exigir transparencia o soluciones a la debacle económica. Sin embargo, en medio de esta oscuridad, surge una reflexión: la desunión de la oposición, que tanto hemos criticado, podría ser una bendición disfrazada. Con múltiples candidatos en la contienda, el oficialismo tendrá más difícil perseguir a todos. Claro que esto también juega a favor del MAS, que apuesta por fragmentar el voto para mantenerse en el poder. No podemos rendirnos.
La historia nos enseña que los regímenes autoritarios prosperan cuando la sociedad calla. Recordando las ideas de Friedrich Hayek en Camino de servidumbre, la transición de un gobierno socialista a una dictadura puede ser tan sutil que apenas se percibe. Uno llega al poder por las urnas, el otro por la fuerza, pero ambos comparten el mismo desprecio por la libertad.
Bolivia está en una encrucijada, y depende de nosotros, los ciudadanos, despertar y alzar la voz por la democracia que Bolivia merece.