¿POR QUÉ HABLAR DE LA CHICHA?

La historia de Cochabamba se escribe con maíz fermentado. Hasta fines del siglo XIX, la chicha —más que una bebida— era el territorio neutral donde patrón y peón compartían mesa y disolvían, en áureo licor, jerarquías, formalidades y prejuicios. Pero esa democracia espontánea, bilingüe y multicolor, resultó cada vez más incómoda para la élite afrancesada que, sin remordimiento, hubiera cambiado el chicharrón por el Cordon Bleu. Así, mientras la ciudad financiaba su postal de progreso con los impuestos a la chicha, la misma Municipalidad expulsaba a las chicherías como si fueran un cáncer urbano. Hoy, cuando la “reconciliación social” está reducida a eslogan de campaña, recordar esta fractura —y el rol que en ella jugó la bebida ancestral— es un paso sólido hacia un verdadero reencuentro entre cochabambinos.

Me atrevo a exhumar este recuerdo incómodo tras leer el maravilloso libro “Maíz, Chicha y Modernidad”, de H. Solares y G. Rodríguez, que desentraña la historia de la chicha en Cochabamba. Con gran amenidad, describe dos periodos curiosamente contradictorios: uno de expansión y “tolerancia” (1825-1879), y otro de represión y exilio forzoso (1880-1900).

En su paso por la Llajta en 1835, Alcide d’Orbigny escribió con asombro: “Nada iguala la pasión que los indios y los mestizos tienen por la chicha”. Infaltable en la mesa desnuda del artesano y en el festín del patrón, del negociante próspero, del párroco intransigente o del político influyente, era el motor de la fiesta, de la pasión amorosa, de la pelea callejera y hasta del nacimiento de sociedades comerciales. Sin embargo, con los años, los caballeros de bastón, levita, sombrero y aliento olor a anís empezaron a sentir alergia a esos establecimientos donde el glamour era aplastado por la bulla, los banderines blancos, las rikunchinchus y una multitud que devoraba chicharrón, picantes y laguas y bebía ingentes cantidades de chicha al ritmo de cuecas, huayños y bailecitos.

Fue así que, en nombre de una “modernización” basada en imposibles cánones europeos, se emprendió la cacería. La narrativa fue deliberadamente ofensiva y generó fisuras, fracturas y heridas que perduran hasta hoy en una sociedad acentuadamente heterogénea. Se acusó a las chicherías de fomentar el vicio y la holgazanería. La chicha fue estigmatizada como la tentación donde el obrero pecador derrochaba el fruto de su trabajo. El matutino “El Heraldo” llegó al exceso de tildarla de “bebida que fomenta las fiebres y los sarampiones y diezma a la población de una manera espantosa”. De pronto, las chicherías cargaron con toda la culpa de la insalubridad y la inseguridad. Su desalojo, sin embargo, no vino acompañado de ninguna solución real. No se erradicaron los basurales, no se tendió el alcantarillado, no se atacó la desigualdad social ni se contuvo el narcotráfico, importantes coautores del peligro y las enfermedades.

Con las patentes y los impuestos desmedidos sobre la chicha y el muko, la Municipalidad financió obras que usted, estimado cochalo experto en chismes de barrio pero ajeno a nuestra historia urbana, ni se imagina: el Estadio Félix Capriles (nombrado en honor de un promotor del deporte y, no por casualidad, recaudador del impuesto a la chicha), la Casa de la Cultura, el Mercado Central, la apertura de la Av. Blanco Galindo, terrenos para la UMSS, redes de agua potable, alcantarillado, colegios y un larguísimo etcétera. Eran tan cuantiosos los recursos que generaba que, faltaba más, fue también fuente de corrupción. Los funcionarios de entonces recurrieron a aquella práctica —tan ancestral como la chicha— en la que somos tan virtuosos: el “redireccionamiento creativo” de fondos, maquillando registros de chicherías y evaporando cantidades de botellas vendidas como por arte de magia contable.

¿Por qué hablar de la chicha? Porque durante siglos fue el sistema circulatorio de nuestra economía. Porque sin ella seríamos huérfanos de cultura regional. Porque la chichería acompañó nuestra trama urbana desde la fundación y dio lugar a importantes suburbios como Cala Cala, Recoleta o Muyurina. Porque consiguió lo que la política nunca logró: crear fraternidad entre cholos y mestizos que, frente a una machujarra, se volvían “vallunos”. Porque nuestros parques y vías homenajean a latifundistas, presidentes extranjeros y filósofos lejanos, pero ni un miserable callejón recuerda a la “fondista” Hipólita Abasto.

Ninguna ola modernizadora, cargada de glamour importado y complejos de inferioridad, ha logrado quebrantar a la chicha, raíz fuerte y profunda de la identidad cochabambina. El desafío es enriquecer esta identidad, conciliando lo que debe conciliarse y corrigiendo lo que debe corregirse. Basta la sencilla iniciativa de introducirla en restaurantes para que ocupe su lugar legítimo junto a singanis y vinos. No se trata de beberla hasta perder la consciencia, sino de honrar lo que simboliza. A puertas de las elecciones subnacionales, empezar a saldar esa deuda histórica sería el brindis más auténtico.

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