Por Javier Viscarra Valdivia

Este sábado Bolivia inaugura una nueva era política. Es, sin exagerar, un comienzo soñado para Rodrigo Paz Pereira.Como si todos los astros internos y externos hubieran decidido alinearse, el país despierta de una larga noche —esa que se extendió por casi dos décadas bajo el dominio del llamado “socialismo del siglo XXI”— con la esperanza de reencontrarse con la libertad, con el sentido común.
El dato oficial impresiona; vendrán cuatro presidentes, tres vicepresidentes, casi una decena de cancilleres. Más de medio centenar de delegaciones extranjeras que confirmaron su presencia en la toma de posesión. La señal es inequívoca; hay un respaldo internacional contundente. En el plano interno, la sintonía parece total. Todas las bancadas, sin excepción, se han mostrado dispuestas a respaldar la nueva gestión y la histórica votación para elegir al presidente de la Cámara de Diputados —120 de 121 votos— no deja lugar a dudas.
La euforia nacional es palpable. Y si la presencia de mandatarios amigos no bastara para simbolizar el cambio, la figura de la expresidenta constitucional Jeanine Áñez, invitada de honor tras casi cinco años de injusto encierro, da al acto una dimensión profundamente humana y reparadora. Su libertad no es solo personal, representa la recuperación del Estado de Derecho.
La gran ausencia será, sin duda, la del patriarca de Orinoca que ya se sabe no fue invitado. Evo Morales, atrincherado en el Chapare, sabe que su tiempo se ha extinguido. El reloj de la justicia —que por años caminó hacia atrás, como el reloj de plaza Murillo— vuelve a girar en el sentido correcto, y sus manecillas ya apuntan hacia quienes abusaron del poder y manipularon la verdad.
La farsa del supuesto golpe de 2019 se cae, así como la del 2024 que también se desmorona sobre sus autores. El propio general Juan José Zúñiga, protagonista de aquella grotesca pantomima, ha declarado que la orden de movilizar los blindados a Palacio para aparentar un golpe de Estado provino del presidente Luis Arce Catacora. La historia empieza a escribirse sin consignas. Los actos de rendición de cuentas por los incontables abusos y malos manejos del pasado comenzarán a aflorar poco a poco, capa por capa, como al pelar una cebolla. Y, como ella, cada nueva revelación traerá sus propias lágrimas, las de una nación que, tras años de engaños y silencios, empieza por fin a mirarse al espejo de la verdad.
Pero este amanecer no se mide solo en símbolos o desagravios. También se percibe en el aire un cambio profundo. Un retorno al realismo político. Como bien apunta el internacionalista Jaime Aparicio, Bolivia ingresa en una etapa en la que la diplomacia deja de ser un escenario de lealtades ideológicas para volver a ser lo que debe, una herramienta de Estado al servicio de los intereses nacionales.
Ese viraje ya tiene reflejos visibles. Lo que comenzó a fines de octubre como una amable mención del presidente Donald Trump y del secretario de Estado Marco Rubio sobre Bolivia como nuevo socio potencial en América Latina, se ha transformado en menos de tres semanas en una notable cercanía. La declaración oficial del Departamento de Estado, la llamada de felicitación de Rubio al presidente electo y el respaldo explícito de un grupo de países encabezados por Washington anuncian una nueva etapa bilateral. La comparecencia conjunta de Paz y Rubio, el 31 de octubre en Washington, bajo las banderas de ambos países, selló el comienzo de un clima de confianza que Bolivia no experimentaba desde hace casi veinte años.
Ahora la pregunta esencial es: ¿qué quiere Bolivia de esta relación?De inmediato, la prioridad parece obvia, aliviar la crisis económica y restablecer el flujo de divisas y combustibles. Pero el punto de fondo va más allá de la urgencia financiera. La otra mitad de la agenda —la que Estados Unidos observa con atención— es la lucha contra el crimen organizado y el narcotráfico, ese poder en la sombra que ha corrompido instituciones y moldeado la economía subterránea del país.
¿Hasta qué punto está dispuesta Bolivia a enfrentar ese desafío?La respuesta a esa pregunta marcará el verdadero alcance del nuevo entendimiento con Washington. Recuperar el control del territorio, frenar la presencia de emisarios o jefes del narcotráfico internacional, contener el cultivo excedentario de coca y reducir el circuito ilícito de las drogas demandará una firme decisión política, inteligencia técnica y respaldo internacional. Pero también requerirá prudencia; no se trata de someterse, sino de cooperar sin renunciar a la soberanía.
La Cancillería debe ser el eje conductor/ejecutor de esta nueva política exterior. Es tiempo de profesionalismo, no de improvisación. El éxito de esta etapa dependerá de la capacidad del nuevo gobierno para rodearse de los mejores —de diplomáticos de carrera, de técnicos competentes, de profesionales con mérito probado—, no de recomendados o cuotas partidarias.
Bolivia necesita, más que nunca, relanzar su diplomacia como instrumento de desarrollo y credibilidad. La reactivación de la Academia Diplomática, la aprobación de una nueva Ley del Servicio Exterior y la restauración del escalafón profesional —ese que fue anulado por razones políticas— son pasos indispensables para modernizar el aparato internacional del Estado.
Rodrigo Paz recibe, así, una oportunidad histórica; la de reconciliar a Bolivia con el mundo, atraer inversiones, abrir rutas comerciales, impulsar el turismo y proyectar una imagen renovada de país estable y confiable. Pero, sobre todo, la de demostrar que el poder puede ejercerse con decencia y visión.
Que este comienzo soñado no sea un espejismo. Que marque el renacimiento de una nación gobernada por mérito, no por militancia; por talento, no por favor. Si esa promesa se cumple, la historia habrá empezado —por fin— a saldar su deuda con Bolivia.
