Por: Mauricio Fuentelsaz Oviedo.
En días pasados, salió a la luz un audio en el que Evo Morales habla de una batalla final: «Es con todo, hermano; es la batalla final, o nos ganan o ganamos». A continuación, señala qué lugares hay que bloquear. El dirigente concluye denunciando a Suzette Rodríguez (operadora directa de Evo Morales, según lo que informa el dirigente), quien le habría solicitado «que hay que atentar contra la vida de varias autoridades y exautoridades». Para terminar, señala que se les pide que atenten con explosivos.
Dicho todo lo anterior, está claro que el país no enfrenta un bloqueo más como los muchos otros a los que ya nos tiene acostumbrados Evo, sino que, esta vez, va más allá: es una batalla, la batalla final. Hoy, 12 de junio de 2025, a las 10:45, ya se sabe oficialmente de la muerte de 4 policías. Siendo así, es inaudito y, sobre todo, inhumano lograr entender cómo el Gobierno envía a una guerra, a una batalla, a policías totalmente desarmados. Si voy a un partido de fútbol, iré con mis zapatillas, pelota y la indumentaria deportiva; pero si voy a una batalla declarada, a una guerra final, tendré que ir preparado para esa guerra, con todas las indumentarias necesarias que me permitan defenderme en igualdad de condiciones. De lo contrario, habríamos retrocedido a épocas del Imperio Romano, donde los prisioneros de guerra eran parte del show, ya que los soltaban contra animales salvajes o gladiadores para que lucharan por su vida.
Tan real es la batalla de Evo que, como en toda guerra, lo primero que se ejecuta es cercar lo más que se pueda al enemigo, destruyendo caminos, cortando energía eléctrica, privando de alimentos, es decir, intentar aislarlos lo más posible de una vida civilizada. ¿No es eso lo que está ejecutando hoy Evo? Tiene bloqueada a gran parte de Bolivia, Cochabamba secuestrada, han destrozado un puente en Llallagua. Pero ¿qué hace el Gobierno? Manda policías desarmados, solo gases lacrimógenos, sus escudos que con suerte resisten una piedra; en otras palabras, los exponen a morir. Si yo, ciudadano común, salgo a la calle a bloquear, destruyo un puente y disparo a policías, ¿qué creen que me pasaría? Mínimo, ya estaría arrestado, si es que no hubiese sido abatido a balazos, y si lo hubiesen hecho, sería con «justa razón». Pero ¿cómo entender la indulgencia del Gobierno con los bloqueadores y asesinos? Los pobres policías no pueden ejercer ni siquiera el derecho a la legítima defensa porque no tienen con qué hacerlo; no tienen proporcionalidad de armas: ellos con laque y gases, los otros con balas.
A los soldados estadounidenses y otros los mandan a las guerras o batallas armados hasta los dientes y con las armas más modernas, y aun así se ve el sufrimiento de sus familiares; claro, no están yendo de farra, ¡están yendo a una guerra! No quiero imaginarme cómo sufrirán los padres, esposas e hijos de los policías cuando los ven partir a una batalla «anunciada» con sus laques, gases, cascos y escudos; debe ser una angustia inimaginable. La imagen es desgarradora y la pregunta es inevitable: ¿a qué se ha reducido la autoridad en Bolivia?
La indulgencia a estos grupos armados —que no son otra cosa que guerrilleros (me atrevería a decir, incluso, francotiradores de otros países o bolivianos entrenados por terroristas)—, que operan con impunidad bajo la bandera de la protesta, no puede continuar bajo el pretexto de evitar enfrentamientos. Esta displicencia o tolerancia excesiva del Gobierno está permitiendo que la anarquía se asiente. La pena es que el costo lo paga el pueblo: ahí tenemos transportistas varados en las carreteras, productores con sus cosechas pudriéndose, la población cada vez más restringida para comprar víveres.
Hasta Dios provocó un diluvio porque no vio otra alternativa como castigo ante tanta maldad y corrupción de la humanidad. Es hora de que el Gobierno asuma su responsabilidad. Los policías deben dejar de ser conejillos de Indias; el Gobierno debe respaldarlos con los recursos necesarios para que se defiendan en igualdad de condiciones.
Nadie quiere más violencia, pero tampoco se puede permitir ser rehenes de una «republiqueta» que, desde el Trópico cochabambino —cueva de Evo Morales—, pretenda someter a un país entero.
El tiempo de la cautela tiene que terminar; ahora es el momento de demostrar firmeza y autoridad por el bien de nuestro amado pueblo, Bolivia.